Miradas furtivas. Aspavientos intencionados y tedias alharacas que lo único que buscan, que su único propósito es obtener una respuesta, aunque sea mínima, aunque vaya a desembocar en un litigio hostil, aunque tan sólo sea para conseguir una mera réplica. No importa, pero requiere de ella. Y en el interludio de cada acto, la mujer aséptica, observa tales ademanes en silencio. Tan sólo se oye a lo lejos, el ruido vespertino de las taladradoras socavando el camino gris de nuestra anodina velocidad.
El mutismo es una constante en su vida, una variable incrustada en su ser. La sedució hábilmente con artimañas socarronas para albergar así todos los quehaceres de su vida y expandirse y dilatarse de manera ufana por todo el abrigo de su dermis.
A día de hoy su vida se compone de actos rutinarios, corroborados por el desanimo con los que lo repite. Cuando suena el despertador alarga su mano para matar el inicio de un nuevo día y se torna nuevamente cómplice y amiga del silencio. Intenta refugiarse entre las sábanas, y busca a escondidas, escupiendo por los ojos, el calor perdido de la infancia. Y es que ella nunca creyó en príncipes, ni en brujas, ni en hadas. Nunca le asustaron los fantasmas, ni los ogros que iban al acecho de los niños que proferían por su boca palabras ofensivas, groseras e indecentes, o de los que lanzaban piedras al compañero de clase aplicado porque siempre obtenía un diez en el examen. Ella nació sin miedo. Exenta de cobardía. Ella nunca desanuda sus labios para arrojar alaridos en las atracciones. Nunca se altera cuando transita por el enigma de la oscuridad y advierte pasos que arremeten contra ella, y podría paser por el borde del mayor rascacielos sin alterarse ni un ápice. Sin inmutarse. Y ella se jacta de esto, y de su cuerpo tallada día tras día en las máquinas del gimnasio. Pero ella no siente. No se conmueve. No se inquieta, ni se emociona. Desconoce la vida, y el dolor, y también el placer, porque ella no quiere prestarse a tales trances, porque ella no quiere digerir los ácidos episodios que acontecen nuestra existencia. Y no hace otra cosa que violar a la vida. La estafa y la engaña con esa crueldad inocente que siempre la ha caracterizado, pero sus esfuerzos están haciendo conatos de suicidio. La energía se la escapa entre los interquiscios de los dedos. Ella, siempre ha pretendido robar sonrisas a los mortales que la rodean, convertirse en su particular depósito de culpas y errores que invaden sus vidas. Siempre ángel y yelmo de su sufrimiento. Pero sus ímprobos trabajos de teatro, está representación diaria le está quedando exhausta. Así que ha decidido empotrarse en la cama. Y culpa al veneno, consciente, que absorvía cada día cuando el crepúsculo la acechaba. Y ahora las horas del tóxico gráfico cada vez van incrementandose y apoderando de todo el vacio de su vida. El sudor la envilece. La corrompe y la pervierte. Y es la mentira que ha optado por ser una pequeña desertora de esa vida no sentida. Y cree que es consecuencia de la enfermedad. Y que todo obedece a sus llamadas continuadas al desconcierto y a la perturbación. Y nuevamente miente. Neófita esquizofrénica, con el único objetivo de no sentir. Ni vivir. Ni luchar.
Suena el teléfono, y mira como ese aparato que tanto detesta, que delata su verdadera vida social, va almacenado llamadas perdidas y como se convierte en una mera suma de números que iluminan fugazmente la tumba que se ha construido. Ignora sus invocaciones musicales. No contesta. Y es que las excusas, y los pretextos para no citarse con sus amigos, para no reunirse con ellos, se le han acabado. Ya no puede repetir toda esa amalgama de falacias que ha ido engendrando día tras día nuevamente, ni corear reiteradamente esos vocablos que ha ido construyendo para ser prófuga de ellos, y que continuamente arrojaba a sus tímpanos, ignotos de la verdad.
Tan sólo existe un sitio donde araña su rostro para arrancarle la venialidad de su existencia. Allí, ella se desnuda. Se desviste y se despoja de los remiendos de la mentira. Y es limpia, pero no libre. La culpa
La culpa
El pecado
. Ningún acto queda impune. Palabras que lleva clavadas en su mente. Cierra la puerta, y el lavabo la acoge de la devastación que sufre. Él evita su inmolación. Y allí enseña al espejo su verdadero rostro. Él es el único que la conoce. Llora. Y bebe de su agua salada, y de sus secreciones nasales que invaden su labio. Como cuando era pequeña, piensa. Mas en ese pequeño cuarto la lujuria la corroe, esa lujuria maldita, y perversa, avisa a la culpa para que le acompañe en el tortuoso viaje que emprende en el cuerpo de ella. Coge mano para introducirla en el pantalón y la tiraniza para conseguir el néctar prohibido de su cuerpo. Y cierra los ojos, y no para ahuyentarse del mundo terrenal y hacerse protagonista de bacanales, sino porque odia ver el fin de la ballesta secreta converger en su ombligo.