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CICLOTIMIA

Cojo el autobús. Me dirijo a tomar un café contigo, a tener una conversación trivial, a que me descargues los nervios sobre la nueva encrucijada que te espera. Un viaje a la isla de los solitarios errantes. Yo te escucho, o más bien lo simulo, porque la verdad es que no me importa. Ni tú, ni tus nervios, pero continuas hablando sobre ti, y sobre tu corazón que no quiere comprar Cúpido. Intento incorporarme en tus palabras, pero ya es demasiado tarde. Hay demasiadas pollas caminando por el aire, hay tantas que me estás mareando. “Tengo frío”, te digo, porque quiero cambiar de tercio, y he perdido la cuenta de tus mamadas. “¿Uno + uno, es igual a dos, a que sí, a que sí?”, me dices, esperando la aprobación de los adultos, a que te digan que tienes razón, como si fueras un niño pequeño. Eso que más da. Nunca fui buena en las matemáticas, y la sucursal de mamadas no me importa, yo no te quiero escuchar, ni pensar. Después todo se reduce a café, azúcar y palabras, pero yo no fui para verte, ni para agitar el pañuelo en tu despedida. Si fui a tu ciudad fue para desgastar el destino, para engañarlo, para estafarlo, para anticiparme a su sorpresa… Tan sólo quería ver a la chica del bar. Tú, tan sólo eras una excusa para verla. Creo que se me olvido decirte esa frase tan típica que se suele decir en estos momentos, eso de “Suerte y que te vaya bien”, aunque bueno la verdad es que tampoco me importa.

Siéntate y por favor, alivia esta piel quemada por la ira de los caimanes solitarios. Ayúdame, a recoger mi cuerpo encharcado en el espanto. Aunque tan sólo sea un segundo, un instante, pero yo no quiero sentirlo, yo no quiero inspirar el olor que derrama la muerte. Necesito que adoptes el hedor caduco de mis quimeras. Sí, necesito que expulses estás pesadillas temblorosas que me hacen sudar sueños infantiles, porque otra vez me ha vuelto el miedo a los fantasmas sin ojos y boca grande. Y cuando, por la noche, escucho el susurro del hambre, abrocho mis párpados. Sí, los condeno a tinieblas negras, porque tengo miedo. Miedo de encontrármelos y no quiero tropezar con ellos. No. No quiero que el “Coco” se coma mi alma. Te pido, por favor, que escuches está súplica anegada de hongos con ansias, porque necesito que raptes esta pena que agoniza, que se dilata y se derrama cada vez que siente la aurora de los gallos blancos. Y es entonces, cuando abro las pestañas que aúllo a las estrellas, que grito a Sirio para que vuelva, que necesito vivir en el jardín negro con farolillos, porque es allí donde asesino a la soledad, allí en mis sueños, aunque estén rellenos de miedo.

Es hora de acostar las espadas. Es hora de arrojar al acantilado las palabras que escuecen los pies. ¿Quieres escuchar el swing de mis caderas?, ¿Quieres cartas dónde florezcan los cipreses?, lo siento, pero hoy, tan sólo te se escribir una esquela. La tuya. Te mando una tarjeta marchita, sin besos, y sin abrazos. Creo que un adiós es suficiente. Quizás cuando la abras sentirás un olor fétido, pero tranquila, no te preocupes, son el cadáver de tus promesas. Ahora ya eres olvido…

Mi vida envejece. Lenta. Y torpe. Sin orientación. Sabe a fracaso. A orgía de indolencia. Pañuelos de esparto que arrancan mi llanto, que magullan mi cara, en las mañanas sin espera. Hace tiempo que la ilusión emigró de mis ojos. Ya no me baila en las manos. Ni en la boca. Y me envuelvo en la jungla del silencio. Y me convierto en saeta envenenada. Tóxica. En dolor. En angustia que se pega en las entrañas, que se pega en el alma… Y camino entre cadáveres de águilas, de becerros degollados, con la mirada divorciada y rota. No tengo esperanza. Estoy cansada de esta espera que me desespera. Y muere mis deseos por amores de gacela brava, por una pasión que galope por mi alma…Y hoy, tan sólo es el viento quién empuja mis pasos. Tan sólo el viento. Y quizás una canción de lunas de caracoles tristes.

Carmen Martín Gaite

Las historias de la vida son “cachitos”, dices. Son metralla que se carcome en la memoria, que se va corrompiendo defraudando la realidad. Después, con el paso del tiempo, depende de nosotros reconstruir nuestro camino, pegar las piezas, y todas las astillas de nuestra existencia. Sí, es verdad. Pegar y juntar los fragmentos para que todo tenga sentido. Y tú, ahora me has dado esa misión. Sin que tu no lo sepas, el duende Noc, me ha encomendado buscar parte de ti. La semana pasada fui a comprar “Nubosidad variable”, un libro tuyo. Empecé a leerlo con avidez, devorando cada página con codicia, pero el final no está. En este libro que me vendieron le faltan páginas sin escribir, páginas vírgenes que reclaman tu voz, que demandan su “cachito”. Sin que tú no lo sepas, me han regalado un libro defectuoso. Incompleto. Me han vendido tan sólo unos cuantos fragmentos de un espejo roto. Y sé que lo más fácil sería cambiarlo. Devolverlo y leerlo sin más, pero creo que no, que esto no ha sido casualidad, o quizás sí, vete tú a saber, pero por lo menos, déjame creer que aún existen las hadas y que las princesas esperan en su torre a un caballero que les va a salvar. Por eso ahora mi misión es completarte. Por eso mañana iré a la biblioteca a buscar a tu hermana para que te pueda explicar el por qué de todo. Mañana buscaremos esa voz que te ayude a comprender el resto de tu historia. Mañana te relleno. Mañana, por fin, sabrás tu verdad. Mañana tendrás el cartel de "THE END".

Noche con luceros de ortigas. Noche donde dibujas cerrojos a los verbos pasados con úlceras, donde intentas dominar ese jamelgo que domina tu vida, ese viejo caballo que siempre se salta el paso de cebra al peatón de tu cuerpo. Que delinque en tus pasos que andan en ámbar. Que viola tu calma. Siempre en duda. Ceceando por los márgenes de las calles. Y mientras, aunque aún no descubres la felicidad en las olas del mar, luchas por desahuciarlo de su vida. Y pretendes derrotar a la vida, abriendo la puerta del cielo con una ganzúa. Y es inútil. La vida tiene pendientes. Y vallas. No te puedes saltar ninguna. No hay atajos que valgan. Ni moradas en los arrabales del útero materno. Ella, la vida, es un cactus. “Seca. Y con púas”, piensas sin ruido.
Y caminas, otra vez, dudando sobre la verdad de los ojos de los viandantes. Desconfiando de los cristales de su mirada. Y aunque seas agnóstica a sus promesas, a sus viajes de aire, a sus lunas de primavera, existen. Son de verdad. Gente de barro. Aunque el colibrí de su llanto desgarre mis mañanas blancas.

Ícaro

Ícaro

Despierto del sepulcro donde cada noche contamino y estropeo los sueños con arcángeles infectados de carbón. Después leo mis sacramentos del calvario que abrasan mis ojos, que calcinan mis lágrimas una y otra vez. Intento volar, elevarme del laberinto de mucosas, de elfos turbios, pero caigo. Otra vez vuelvo a caer. Mis alas se incendian, como las de Ícaro. Nunca obtendré los triunfos del delirio. Nunca. Sí, ese es mi sino. Intentaré exorcizar desengaños de cobre refulgente, olvidar los gatos negros que conducen a la furia de las oraciones de mi diario decrépito. Sí, soy amante incondicional de entrevistas con tragedias de asfalto. Esclava del leviatán. Empalagada del ruido de mis tormentos. Huelo a derrota. sobredosis de pesadumbre. Me pregunto dónde voy, dónde debo dirigir mis pasos, dónde ??!! Ajada mi memoria. Mi vida deslucida. Monocromática. Negra.

Creía extinguido los boletos de los agravios, que la pobreza de la felicidad estaba exterminada, que la indolencia ya no carcomía los párpados, pero las bofetadas no esperan en la sala de espera. Otra vez tú, Venus, sales de la concha, creyéndote impoluta. Presumes de tu tez blanca, y de tus rizos de oro, pero yo no vuelvo a retomar las caricias de estiércol. No te voy a pagar las mensualidades retrasadas de unos lienzos que ignoran los dedos jadeantes, de esas tiras de carne que lo único buscan es el broche a la independencia de tus montañas. He vendido la escalera de caracol, porque no quiero caminar en la circunferencia de tu desfiladero, porque entre los siete lagos, he aprendido a vivir entre la inmundicia de las hormigas. Estoy preñada de vómito. Pretendes comprarme con la publicidad de la prehistoria, cuando aún desconocíamos la cadencia de los besos, y cuando creíamos en las sirenas de peceras. Lo siento, pero es demasiado tarde. Ahora sólo eres una silueta de madera. Lista para empezar a arder.

El verbo superación no sabe hacer flexiones. Viviendo en el muelle del abandono, taladrada de deseos rociados en penumbras imposibles, acompañada por el féretro de canciones que te llevan al arrecife de dolor. Esquirla sin fe. No tengo credo. Ni Dios. Abro la boca para engullir culpa, para inundar el fracaso con grasa. No se escribir instancias al socorro. Resaca de lamentos. No sé sudar sentimientos. Me inmolo en los monólogos de perros desahuciados. Perdiendo en la tómbola de la paciencia. Soy alcantarilla del fracaso. Desprendiendo el olor de la desdicha. Bucanero de versos robados. Dame una oportunidad, y enseñare a caminar las canciones. Seducida por la viudez del maquillaje. No quiero preguntarle al espejo quien es la más guapa del reino, no quiero ver el reflejo de la bruja despiadada. Espectro enfermo de bostezos. Repugnantemente manchado del ostracismo. Depósito de olvidos cadavéricos. No se abrochar mi ansiedad. No quiero escuchar la nana de los abanicos. No deshinchará mis miedos. Soy espiga de alquitrán. Encaprichada de yeguas degeneradas, que injertan aullidos a los lechos paganos. Tendones cojos por las noches sin sueño. Sacudo mis labios de besos prohibidos. Labios que delinquen para conseguir el cloroformo de tu sexo. Frases sin ventilación, que se precipitan en tu boca, que se caen en tus labios sin tregua a una borracherra de pereza. Te despides con besos atacados de ternura.No se desenlazar palabras armónicas, no se componer versos de azúcar. Siempre escribiendo sobre torbellinos, sobre algarabías de frustraciones.
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Te miro desde lejos, colocando mi iris en la esquina de mi ojo para no temblar, para evitar el revoloteo de traviesas abejas que surcan mi vientre. No sé hablarte de frente. No aún no. Me da demasiado miedo la paralela de tus abrazos, me estremece aún tu sonrisa de hierro. El alambre que cubren tus dientes llaman a gritos a mi lengua. Y a veces, cuando comprimo la cobardía a un simple microbio miro los pequeños charcos pardos que cubren todo el contorno de tu efigie. Quiero sumergir mis falanges hasta quedarlos secos, porque quiero que tan sólo sean míos. De mi propiedad. Única y exclusivamente mía.

Me siento espoleada por las travesuras que efectúan mis palabras. Se me amontonan en la boca, escurriéndose entre los dientes. Son jugo. El mordisco de una manzana ácida que va desfilando por la comisura de los labios. Saliva de placer. Hoy, tatareaba el tango de la fruta fresca mientras caminaba sin destino. Hoy, he hilvanado mi felicidad, y he puesto un dique de contención a los despojos de insultos que arremetían con la actriz principal de la película. No quiero más periódicos de domingos con lectores apáticos, que compran noticias por la coacción que le impone el calendario. Porque el rojo le obliga a su compra, aunque después su destino sea la mesa del comedor.

He leído tu telegrama. Escueto; conciso, y tan… como diría ¿Exhortativo? Sí, creo que esa es la palabra que también ayudaría a sintetizar tu voz. Escribo por el soborno, porque no quiero ver envejecer en mi recuerdo otra historia sin despedida. No quiero conformarme con tu última palabra. Rechazo como adiós tu “corazón”. Por eso, aquí me tienes, ofreciéndote una burda ventana de azúcar como reclamo. Vil cebo para la sequía de voluntades, pero no se hacerlo de otra manera, así que perdona mi torpeza. Me gustaría prometerte que ahora, a partir de ahora, haré mis deberes de caligrafía, y lo haré en compañía de la luna, aunque las estrellas tiemblen por las muertes de los vagabundos, pero no lo hago. No lo hago, porque sé que mi ánimo camina entre las impurezas de la molicie. No; no quiero agrietar las promesas. Te agradezco el aguijón que me has ofrecido, y la efectividad. Rehuía de este abecedario aglomerado. Lo miraba desde lejos, esperando que algún día pudiera escuchar su música cacofónica, y parece que hoy, ha surgido el milagro, porque hoy tengo ganas de escribir, no de lamentaciones, ni de quejidos, ni de humores negros. Simplemente tengo ganas de escribir. Gracias.

P.D. Las palabras no son gratuitas. Esperan recompensa.

"La mujer hueca"

Acaso fue porque la amé de lejos,
como una estrella desde mi ventana...
Y la estrella que brilla más lejana
nos parece que tiene mas reflejos
José Angel Buesa

Me encontraba en la habitación ordenando el equipaje, colocando la ropa, el cepillo de dientes, y el resto de utensilios que necesitaría para saltar a los raíles del miedo y de la incertidumbre. Cuando me dirigía a la estación, mis pasos tartamudeaban por el asfalto, arrastrándose entre los recuerdos que queman la memoria, porque se crearon en el infierno. En el averno de pestañas impías que vendieron corazones con fecha de caducidad a las cuarenta y ocho horas. Y me llevé también un llavero de promesas tejidas con estrellas de charol, y cemento de inocencia que se corrompió al jugar con los adultos. A la diversión prohibida de los mayores, pero quise competir, probar a que sabe el terreno privado de los grandes, de aquellos que huyen de los cuentos de hadas y viven con el País de Nunca Jamás agonizando entre sus dedos. Son, al fin y al cabo, regalos que llevaré siempre en los bolsillos sin la postal “Felicidad”.
Mis ojos estaban ahogados en lágrimas, sumergidos en la angustia, escuchando aún el eco de las palabras de despedida y me subí al tren camino a la ciudad donde los paraguas aceleran la tristeza, allí donde las calles están sedientas de suelas gastadas de baile. Al lugar donde el mar es prisionero de los cráteres lunares porque ellos imponen su norma, y porque ellos deciden cuando tiene que desplegar su carácter para matar su gula y comer arena. Iba a dirigir mis pasos donde las arterias de la ciudad no tienen nombre, donde los gritos de los niños se deslizan en las colas de las vacas y las caras desgastan sus saludos porque son alguien, porque se conocen, pero yo iba consciente, que allí iba y quería ser nadie. Sin saludos que replicar. Simplemente anónima. Yo. Así que vine a Asturias por motivos de trabajo para rellenar el Currículum con la estampa de un gran magnate, y aunque el sueldo no era muy alentador, la ambición y las ganas de sudar ideas aplastaban cualquier ápice de desidia o desilusión, o por lo menos estás fueron las explicaciones, las excusas y pretextos que dije a mi familia, pero la realidad era otra y la verdad triste y arrugada: abandoné mi ciudad natal porque estaba hueca. Sólo era piel, huesos, un nombre y silencios.
Septiembre del 2003. Primer día de clase, y último curso de la carrera. Saludo a mi grupo de bar, de cartas, de confidencias, de estudio y trabajo. Les pregunto sobre sus aventuras veraniegas, y si hay alguna novedad en sus vidas, pero el único cambio que tienen es el color cetrino de su piel, huella de un bronceado obtenido en largas horas tumbadas en la arena, rodeadas de olores con aceites y demás untos. Después prosiguieron las presentaciones protocolarias de bienvenida por parte de la universidad y de cada uno de los profesores que nos machacaría con la verborrea de sus conocimientos. Y así fueron pasando los días, y las semanas, como cada año, pero sabiendo que era el último y que las parodias crueles y molestas que hacíamos con el resto de los compañeros tendríamos que colgarles el cartel de “THE END”. Llegó un día que tuvimos que decidir el tema sobre nuestro proyecto final de carrera, y ese día me separaron de mi grupo, de Isabel, de Sara, de Marta y de Sonia, y durante esas horas semanales a la investigación todas andábamos disueltas, navegando en el aula con rostros que nos habían acompañado durante el inicio de la carrera pero que eran desconocidos, y que eran anónimos. Me robaron la bitácora de bar, de cartas, de confidencias, de estudio y de trabajo.
Fue así como llegué a esa clase, amputada de mis caras familiares, pero quiso el destino que la orfandad de lo nuevo y lo extraño durará poco. Sin saber por qué el desierto de miradas conocidas me arrastró hacia la misma paralela de otros ojos. Al ángulo de los desamparados. Empezamos hablar, con titubeos, y cediendo las sonrisas de cortesía que corresponde cuando quieres simpatizar con los forasteros de una estación, o de un bar envenenado de cigarrillos baratos, con el sencillo y único deseo de que cobijen tus palabras, y acunen la crónica de tus hazañas perdidas. Tuvimos que interrumpir nuestra conversación después de la advertencia por parte de la profesora en expulsarnos del aula si continuaban esos murmullos. Optamos por morder nuestras palabras, sedienta de excavar más en esos ojos almendra que se habían cruzado en mi camino. Por ese motivo, por la voracidad de mis ganas, la invité a un café. Durante dos horas estuve escuchando las vicisitudes de su vida, algún que otro escombro pegado en su la memoria, y toda toda su biografía, que siempre estuvo escoltada por su sonrisa lánguida, como si se fuera a caer de su rostro.
- Quiéreme con mis virtudes y mis defectos- esas fueron mis últimas palabras cuando me despedí la primera vez-. Al día siguiente, en clase no nos dirigimos la palabra.
En los meses siguientes esa formalidad se enquistó en nuestra cotidianidad. El martes, en clase de monografía, cuando dejábamos de ser subordinadas de nuestro grupo de trabajo, exentas de la servidumbre de sus cotilleos, transgredíamos el rictus de silencio para aplastarlo con esas murmuraciones que rellenaban cajas vacías con confidencias, con guiños, y con palabras oscuras, ataviadas de misterio, que pertenecían a otro idioma. A otro mundo. Nunca he sabido los motivos que mantenían lacradas nuestras bocas, por qué incluso un saludo era evitado, o un tropiezo casual en el pasillo era suprimido. Éramos amigas. Sólo amigas, porque ella tenía novio, y el verbo apolillado de mi boca estaba reseco de caricias con aguardiente que vendían los caballeros duros. A mi esos besos me olían a fracaso, y se que fueron besos despistados, que son desperdicios de un pasado equivocado porque cuando aún creía en brujas, y desconocía la mancha del pecado, mi lengua quería y buscaba mujeres y mis ojos saltaban hacía su sexo, pero callé y lesioné mi lengua al morder mi verdad, y venderla al silencio de la muchedumbre. Quizás esa afonía que desfilaba cuando nos sentíamos asediadas de gente conocida era por qué ambas conocíamos lo que residía en los posos de los cafés velados, y por qué entre las promesas de aprender bailes de salón, vivía otra realidad que trepaba en nuestras gargantas, porque quizás, teníamos miedo de que pudieran oler nuestra diferencia, e íbamos condenando nuestro cuerpo a vivir en una cárcel muda, porque hay cosas que son prohibidas, que son pecados, y esa era una de ellas.
Un día cansada del guión de contraseñas, mientras desmenuzaba el papel del azucarillo, le conté el secreto que enturbiaba mis pasos desde la infancia:
- Yo, soy lesbiana- Ella se quedó atónita y me correspondió con una sonrisa. Se que ese dato le despertó aún más la curiosidad por mí, tal y como había previsto, porque el deseo no entiende de disfraces, ni máscaras de cartón, porque sabía donde se escondía el blanco de la diana. Llevaba demasiado tiempo descifrando el jeroglífico de su mirada, y me creía en posesión de la solución. Después llegó la Navidad con sus clases vacías, y los días desnutridos por la ausencia de unos ojos almendra. Esas vacaciones las pasaría en la nieve, con alborotos de sonrisas, y reuniones familiares presididas por el tío que cuenta chistes sin gracia. Cuando regresamos a la monotonía de las clases, ella me tenía reservada una sorpresa. Había roto con el novio. Le pregunté los motivos, el por qué de esa repentina decisión, pero su respuesta estaba demasiado enroscada en una neblina oscura. No quise profundizar más. No quise avasallarla a preguntas, porque sus contestaciones tan sólo eran angustia, y porque sé que aún tenía que masticar el dolor de una perdida y madurar el descubrimiento de un nuevo mundo desprovisto de regiones, montes, y ríos que conquistar. Después, nuestras conversaciones confluyeron como si nada ocurriera, manteniendo la distancia de nuestros cuerpos, evitando todo roce, para quizás evitar así esas tentaciones tan prohibidas y tan corrompidas tal y como susurraban las piedras de los monasterios fríos y grises porque en la infancia te hacen beber del agua sagrada, y recitar versículos rellenos atestados de edulcoradas clemencias y caridades angostas, y de eso es difícil desprenderte, porque somos un puzzle aunque haya piezas que cueste encajarlas. A día de hoy, son sólo el recuerdo de un guijarro molesto e incómodo que rozó mis pies, contaminándolos.
Mientras tejíamos diálogos que segregaban la lujuria que contenían nuestras venas, el tiempo iba disolviéndose en nuestras pupilas, porque esquivábamos la osadía, porque la timidez comía nuestras entrañas… sólo palabras, y cuando la primavera bautizo el mundo con acuarelas verdes y flores de cristal, el verbo actuó.
Pasamos la tarde en la playa, disfrutando las caricias de un sol alegre. Ignoramos el tiempo y nos invadió el manto de las estrellas. Ella, había perdido el autobús, y no tenía posibilidad de retornar a su casa. Le propuse que se quedará a dormir conmigo. Como respuesta obtuve una sonrisa comprimida, y socarrona. Un mohín saturado con secretos de almohada, y alcobas de cuerpos desnudos. Y allí estábamos las dos, solas, acompañadas por el ruido de nuestra respiración rellena de la angustia de la incertidumbre. Las caricias eran nuestro único diálogo, y la llave para entrar a la ciudad proscrita. Ella se acercó a mí lentamente, y aunque mi boca tropezó con la vergüenza, y con el escalofrío del miedo, abrí mis labios para que entrara su lengua, para que dominara la caverna oscura, porque ambas queríamos morder el deseo, porque queríamos saborear nuestras salivas y despedirnos de los besos de mejilla. Y queríamos versos de lenguas impúdicas con pómulos sonrosadas por la pasión, y dejar a un lado las noches sin conjunciones copulativas, y fue entonces cuando creamos aquel beso eterno, con enredaderas de abrazos paralelos.
Días más tarde renuncié a los lunares de su espalda. Mi ternura estaba anémica, extenuada por ese capítulo que tenía que mantener encerrado con un candado, por eso la dije que aquella noche no fue nada, convirtiendo el ciclón de mis sentimientos en larvas sin destino. Cree pasos que corearon la canción de la cobardía. Todo mi interior mancillado por la culpa, porque “eso no se hace”, y mi cuerpo moría desde dentro. Era epidemia gris. Un naufrago sin sueños. Y yo, que le había gritado en sus tímpanos obscenidades de señoras fusionadas, yo, que le había descubierto la senda prohibida, no tenía valor para continuar. Fue entonces como la noche de nuestro primer beso, se convirtió en líquido negro, haciendo temblar los pilares de mi conciencia. Nueve meses más tarde ella tenía novia, y justamente fue ese hecho, el recibir esa noticia lo que me hizo reaccionar. El interruptor de lucha se encendió, y me arrojé desesperadamente a una boca que maquillaba el amor con metáforas lunares, me lancé a unas caricias que marchitaban la alegría, a una carrera de tres donde el rótulo de perdedor estaba adjudicado a mi nombre. Cuando absorbió mi almizcle, cuando poseyó el néctar tan deseado de antaño, empezó a asustar a las promesas, a oxidar las palabras, a envilecer los verbos. Cuando tuvo mi cuerpo, cuarenta y ocho horas más tarde asesinó mi esencia, porque Lucia, la otra, le daba estabilidad y calma. Y fue entonces cuando apagué los fluorescentes de sus “te quiero”, pero no abandoné, no tuve fuerzas para deshollinar mi boca de su lengua, porque ahora me tocaba a mí jugar a tres bandas. Y continué con ella, con sus desperdicios, con sus ósculos inmorales que me causaban arcadas, pero jugando, dándole lo que pedía, ofreciéndole poemas de amor barato, y cuentos de primavera. Me dediqué a comprar sexo con palabras de subasta, y alguna que otra lección de tango. Ella, sin saberlo, fue participe de un amor mentiroso, de piropos que sólo eran eco, y además quiso el destino ofrecerme mi terceto en silencio, mientras mis manos mentían al tocarla y al acariciarla. Por eso, cuando me decía que le silbará “Te amo”, no podía. Era capaz de ofrecerle delirios de sonrisas, pero mancillar el nombre del amor me resultaba imposible, porque fue la otra, la extraña, quien me mostró que con ella había confundido el amor con el orgullo. Sí, lo reconozco. Mi vanidad fue aguijoneada cuando supe que tenía novia, y quise conservar el altar donde guardaba mi imagen, pero fue en otros ojos, cuando olvide los suyos.
El bochorno, y la fertilidad de las horas agrietadas de rutina, me llevaron a encender el ordenador, meterme en un chat y enzarzarme en conversaciones banales, donde la tropelía de los hablantes imperaba. Últimamente, se había convertido en un artificio para estafar al tiempo, y mutilar la pereza. Siempre saludaba a mis interfectos con un “toc, toc?”. Ese era mi disparo.
- Sonia, corre que empieza la final!- gritó mi hermano.
Interrumpí mi andada virtual. Ya proseguiría después, pensé. Nunca fui una gran amante del deporte, pero siempre admiré al séquito, y su filosofía de perseverancia y el tratamiento estoico al que sometían su cuerpo. En más de una ocasión he intentado someterme a tal doctrina, pero siempre con final póstumo. Ahora yo estaba allí, en compañía de mi hermano, admirando la templanza de los más rápidos del mundo, de los vertiginosos caminantes del aire. Menos de 10 segundos bastaron para disipar las dudas de la medalla de oro: Gatlin, contra todo pronóstico, fue el vencedor. Cuando volví, aún estaba”Lía”, una chica con ingenio, que utilizaba las palabras con dinamismo, y que además las arropaba con un gabán azul. La conversación finalizó con el intercambio de nuestros respectivos correos electrónicos. Dos días más tarde, recibí un correo de “Lía”, con una frase lacónica: “Sólo quería decirte que te he extrañado. Un besote”. Me sorprendió gratamente recibir noticias de aquella desconocida, pues pensé, que a pesar de haberle dado el correo, se reduciría a un agradable puzzle de palabras de una tarde estival. Mis andanzas fueron rápidamente enviadas a esa desconocida, que le había despertado cierta curiosidad. Y así se fueron sucediendo los días, con mensajes de hadas, de dragones sin fuego, y estrellas de nieve. Y entonces, cuando el destino nos lo permitía, cuando coincidíamos en nuestro mundo, el tiempo se detenía, reduciéndose todo a dos: “Lía” y yo. Éramos nosotras. Nuestras palabras. Sonrisas calladas. Manos ciegas, y emociones purpúreas. Y todo, todo se repetía cada vez que nos tropezábamos en la red. Y siempre dibujaba sonrisas cada vez que la bandeja de entrada me ofrecía confidencias de la eterna desconocida, y también castillos de cartón y cuentos de pastillas lunares.
Sabía que tenía pareja, que llevaba 6 años con ella, pero un día me lancé a la aventura porque yo quería vivir, porque toda mi vida era una autopista a la felicidad artificial. Todos mis pasos estaban confeccionados, pero quise garabatear en los mundos de la pasión y sentir las esquinas del dolor. De pequeño se sueña en ser médico, en conquistar la luna, o ser estrella de rock. Yo, por un momento, quise ser protagonista de una novela donde los corazones se estafan, y visitar paraísos perdidos, por eso después de haber descargado múltiples balazos a citas sin sangre, después de muchos intentos quebrados, decidí morder al destino.
Cogí el tren desde mi pueblo a las diez y cuarto. Una hora más tarde estaría en la ciudad condal. “El bosc de les fades” era el lugar escogido para el encuentro.
“Lía” entró, de manera inquieta, rebuscando por las mesas la señal que la indicará quien era yo, mientras la miraba en la penumbra, con deleite, y esperando a ser reconocida, observando en esa tacaña lejanía su sonrisa de luciérnagas. El libro fue el detonante. La señal que nos unió. Por fin podíamos vernos. Ver nuestras caras, y respirar el olor que desprendía la piel: el aroma del deseo salpicado de timidez, pero no podíamos ignorar la X de una ecuación que aún faltaba por resolver, porque “Lía” ya formaba un número par, porque ella ya tenía su media naranja, aunque llevará demasiado tiempo podrida, tal y como decía. Cuando su pareja terminó de trabajar, fuimos a comer las tres juntas, sabiendo que podía hacer temblar los cimientos de la ciencia, porque a veces, uno más uno, no da dos. Después de haber atado millones de palabras, y desgastar nuestros zapatos en acróbatas de canicas de la Rambla, me percate que ya no había tren, que las horas de habían deslizado en el tiempo de manera presurosa. “Lía”, se ofreció para llevarme en coche, proposición que rehúse al principio, pero sin más alternativas en la baraja, acepté el AS que me arrojó. Subimos las tres en el coche, con dirección a Cambrils, a mi pueblo.
En los días siguientes continuamos creando postales crepusculares en los pentagramas del ordenador, e íbamos imaginando un futuro privado, un andén imposible donde apearse, porque ya había un trotamundos con 6 billetes. Para mi era tan sólo un juego. La bola blanca del billar que entra cuando no debe. Quizás, otra partida malgastada, mas mi sorpresa fue cuando me llamó para decidirme que aplastaba los gemidos, y los sollozos de su compañera de viaje. Me dijo que se despedía de su incesante lamento, que no aguantaba más los alfileres que escupían sus ojos. Su media naranja estaba podrida, y la decía adiós para encontrarse en la esquina con mi corazón de aprendiz. Y me dio la bienvenida en un hostal, en un pueblo mágico con lava marina. Y pasamos una semana juntas. Recuerdo que el primer día ella me cogió de la mano, que tan sólo había palabras entrecortadas, vacilaciones de pensamientos, y risas torpes que manifestaban nuestro nerviosismo. Quizás una primera noche cualquiera, otra oscuridad a sumar en el calendario, pensamos, pero, ambas, callábamos, masticando pensamientos anhelados durante meses, días, horas, minutos, segundos… Y llegó el silencio, y su aliento, su respiración se convirtió en la única música. “Lía”, miró mis ojos azabaches, pétreos, y protegió mi frente con un púdico y vergonzoso beso. Yo tan sólo despedía deseo, apetito de concupiscencias desabridas, y fieras. Ese ósculo fue el inicio de mi fuego, de mi goce, y de mi delirio. “Lía”, y yo, sentadas juntas, encogidas del sonrojo. “Lía”, acariciando mi brazo buscándome la calma. “Lía” y sus dedos acariciando mi rostro. Aproximando nuestras caras para vencer la indecisión, acercando nuestras bocas, y sintiendo nuestros labios, y como ambas sentíamos la humedad de las lenguas, unidas en nuestra boca. “Lía” y su boca líquida, y sus besos de agua, llena del néctar prohibido. “Lía” y yo, y nuestras ganas de más… Sentí como me desabrochaba la camisa, y como sus manos recorrían mi cuerpo, como su dermis me quemaba con el roce de cuerpo, y de su carne. Sentía como sus manos caminaban por su piel, dibujando países de estrellas y planetas sin horizontes, temblorosa, estremeciéndome del mundo ignoto, vibrante de querer descubrir guaridas secretas, de ser una arqueóloga de vías romanas, y entonces “Lía” me quito el sujetador lentamente, sin desviar sus ojos, y me encontraba desnuda, con los pechos al descubierto, y mientras “Lía”, agarrando mi imagen en su retina, reteniendo la voluptuosidad de mi esencia. Y ahora su lengua que lamía mi cuerpo, que acariciaba con deseo cada centímetro, cada contorno, mientras gravitaba en laberintos de nervios, y glotonería de impudicias. Y me desnudaba con titubeos, con inocencia, con timidez y reserva, descifrando el enigma de mi cuerpo, tocando con cadencia, todas sus teclas, mirando la obra de la naturaleza, y escuchando el adagio de mis alaridos. Y ahora “Lía” y sus manos, y la cintura que exige más, y el botón que denuncia más... y “Lía” que destapa mi sexo… y las dos desnudas. Despojadas. Libres. Sin grilletes. Y dos cuerpos. Y dos sexos que chocan. Dos mujeres que se abrazan bajo las sábanas, y los dedos que vuelven a querer ser protagonistas, bajando por el ombligo, anhelando llegar al final de la ballesta que promueve el ombligo, acariciando la privacidad más arcana, y fue entonces cuando la sentí dentro, como sus dedos habían penetrado en mi secreto, y cerraba los ojos para sentirla con más fuerza, para escuchar los latidos de su corazón… Y ahora yo demandaba; solicitaba ser la exploradora. Y mis dedos la acariciaban. Se colaban por su inmensidad sintiendo la humedad, sintiendo como su sexo se llenaba de lunas. Y ahora yo y mi lengua, y el sexo de “Lía”, que lo lamía, que lo chupaba, que lo absorbía, que jugaba con sus ondas, y los meandros de todo el río que brotaba de su interior. Y “Lía”vibró. Todo su cuerpo tembló y berreó la canción del deseo, y fue entonces, cuando paré. Y ambas nos abrazamos, protegiéndonos de brujas, y hechiceras ponchas, rodeando nuestros cuerpos, ciñéndonos al mundo de estrellas que habíamos visitado, donde las adivinanzas y los secretos de niños tienen dos rombos. Y “Lía”, después salto al púlpito de la carretera, camino a la estación esperanza, con los ojos anegados en lágrimas, y con la cicatriz de mi cuerpo. Pero la felicidad es tacaña. Cuarenta y ocho horas más tarde recibí una llamada que asesinaba mi inocencia. No quería saber nada de mí, y otra vez me convertía en harapo negro, lleno de soledad. Y me sentía sucia, podrida por dentro, y me devoraba que esa escena se volviera a repetir, porque no quería escuchar que los cuerpos desnudos caducan a las 48 horas.
Hoy tan sólo me queda el tatuaje que me pintaron sus yemas con la palabra “Sort” , un corazón moribundo, y un abrazo muerto. Descubrí entonces que la vida duele.
Este año, como propósito de año nuevo me dije que quería ser PUTA, en mayúsculas.

Relato para concurso del 28 de junio "Xega-Xente Gai Astur".

El triunvirato

Hipotecada de silencios, porque tengo que cumplir el tratado de los mercaderes sin divorcio, porque esculpí mis piernas saltando vallas sin purpurina, porque magullé mis brazos al escalar palacios destronados con princesas sin perdices, por eso amordazo mi lengua a las reservas sin impudicias, por eso abotono mis caricias de granizo. Me decreto mendigar en la longitud de tu espinazo. Llevo mucho tiempo fermentando mi alma con el desaliento de la desconfianza. Sí, estoy inválida de sentimiento. Soy muñon de amaneceres. Estropeada por los recuerdos de los predicados a tres voces.
Por eso no quiero pagar el peaje a tu esqueleto, porque es una avenida a las navajas. A las infracciones de los evangelios. Te rechazo. He desestimado el encargo de convertirme en ladrón de guante blanco de literas inundadas con otras babas. No quiero reincidir en la sinfonía del triunvirato. No quiero un jornal con limones. No quiero balas inundadas con úlceras. No quiero convocar más huelgas clandestinas al rascacielos de tus rizos. Por eso te abrazo con los ojos, aunque tú no lo sepas. Por eso escucho el tabaco cuando murmura en tu boca, aunque tú no lo sepas. Pisando tu sombra en los charcos para tocarte sin miedo, para sentirte un poquito mía. Y te miro desde los peldaños de los sordomudos, desde el telescopio de los asesinos comilones de parejas errantes.

Misión: conquistarme

Durante años has mantenido sellado el grifo de tus ojos. Durante años has estado escondiendo las impurezas, coleccionado viñetas pornográficas de la vida. Durante años, has estado mordiendo la veracidad de tu lengua. Siempre gritando postulados alegres, siempre cantando sinfonías de carátulas dulces, aunque tu interior estuviera cariado de dolor, aunque tus fuerzas padecieran anorexia, pero tú, tú, siempre tenías que ser perfecta. Agradar a todo el mundo, y complacerles. Viviendo hologramas. Depositándote en otros. Rellenándote en otros. Y sin vida propia. Decides luchar. Misión: conquistarme.

Un cumpleaños más

Un cumpleaños más

Ella no nació para escribir cosas bonitas. Ella, la niña de pecas tristes escucha el gramófono escoltada por la soledad. En sus ojos está el reflejo de unas velas de cumpleaños averiadas, porque ella sabe y recuerda que el año pasado les suplicó una fiesta con la percusión de unas matasuegras, aunque ese ruido estridente dañara sus minúsculos oídos. Por eso les pidió un par de pulmones; por eso ha estado durante todas las tardes trazando dibujos que gritaran el día de su aniversario. Pero tan sólo fue publicidad jabonosa a las sillas de tiza, y las pizarras con cruces, porque no hay nadie. Ningún compañero ocupa el continente de sus pupilas. Busca respuesta en los ojos compasivos de su madre, obteniendo la caricia de su mano azucarada que repele todas las toxinas del dolor. A lo lejos, el gramófono escupe la canción del Parchis, y ese “Cumpleaños Feliz”.
Desde entonces, sus ilusiones se quedaron inválidas. Les negó el acceso a la casa de muñecas, y empezó a construir bóvedas de contusiones, rellenas de gemidos, porque ese es el material de su vida. Se volvió drogadicta a las cuajadas oscuras. Cada mañana se inyecta hogueras de gemidos, y brotes de remordimiento, porque ella, al fin y al cabo, no nació para escribir cosas bonitas. Además Odia el amarillo, el rojo, el azul, y el verde, y el cinco no existe en su numeración.

Alicia...

El arquero de corazones siempre se equivoca de remitente, siempre enviándome misivas inútiles. Otra vez me obliga a mirar células necias porque ellas no se alimentan de las ubres de una vaca, porque su simiente huye de la madriguera del conejo. Quizás tendría que llevar un reloj en el bolsillo, y hablarte. Y quizás si tu te llamarás Alicia, entonces, entonces, me seguirías, y así, encogiéndonos por tus lágrimas derramadas en casas de setas, y charlando con un té caliente, podríamos formar un país con maravillas. Desgraciadamente, tienes todo un séquito de cartas espermatozoica esperándote…

Moby Dick

Moby Dick

Tienes llagas en los ojos por el ácido que chorrean. Tu dolor tiene agujetas, y el suicido le invita, le implora y le suplica que se oville en sus abrazos. En el gimnasio se escucha el réquiem de los tendones muertos y desollados que no saben engullir las moléculas de la ilusión, y que tan sólo saben fumar la molicie de los cajones sin rayas de sol, y que tan sólo se concentran en aquellos cronómetros antediluvianos que te susurraban la cadencia de tu corazón. Las mareas de alientos novatos, ahora más que nunca, te hacen vomitar. Apolillas los días secuestrándote entre cachalotes, creyendo que algún día te convertirás en plactoon. Quieres nadar por sus incisivos sin billete de vuelta. Por favor Moby Dick, ven a socorrerme.

Los días gastados

La industria de plegar sábanas gigantes con huellas dactilares monocordes no obtiene beneficios. Hace mucho tiempo que está mutilada de un gemelo solidario. Y mientras la niña con sonrisa de barro, la niña que vicia sus dedos en olimpiadas irresponsables de suerte y pronósticos contagiados de sombras, cabalga gastando los días en mantequilla. Su tubo digestivo es un tobogán enfadado por no encontrar el guisante del cuento debajo de su cama. Su tubo digestivo es el continente perforado por la burla del payaso gris, y avanza con él, y con la joroba de esas capas de cebolla que cubren su pasado, que giran su cabeza hacia atrás a las polichinelas para que no vean más eclipses de acuarelas. Necesita rellenar sus grietas con el agua del lago Leteo, necesita arrancar el gimoteo de raíz cuadrada de su garganta, y juega, y juega, y crea cuentos de selvas con tigres galantes, jirafas enanas y elefantes con orejas de chocolate, y salta los charcos del césped azul para sentirse viva, pero los sueños, sueños son, y tan sólo producen legañas que te impiden observar por el microscopio.

Hogar, dulce hogar....

Repatriación de mis adiposidades de ilusiones con itinerario a los cristales de azúcar y paredes con sabor a turrón. Retorno al hogar con historias de colchones que imponen largos recreos a los lunares de espalda. Aún no les quiero conceder la licencia para matar. No quiero ser la protagonista del hilo musical del supermercado del barrio. No quiero ser estribillo de amores con espinillas.. Pongo mi estado etílico de melancolía y nostalgia a centrifugar. Y hoy, quiero rellenar los días de suelas, y tener un lápiz que subraye los hipos de vuestras lágrimas. Y hoy, escucho las palabras de mi oveja negra que deshollinan mis tristezas, y me las arranca con suavidad, con una cuchara, y entonces me rellena ese hueco chiquito con verdades que llevan narices de madera, y me gusta. Y la historia del amor que bautizaste con el rancio apellido “demasiado”, pretende desteñir mi mirada, y sé que siempre cargaré con la serpentina de piedras por aquella despedida sucia que construí con mi mano, y que no habrá Tribunal Supremo que libere de cargo mi conciencia, pero los tatuajes que me vendiste no se borran con relojes de arena. Por eso te mato colgando.