Blogia
CICLOTIMIA

"La mujer hueca"

Acaso fue porque la amé de lejos,
como una estrella desde mi ventana...
Y la estrella que brilla más lejana
nos parece que tiene mas reflejos
José Angel Buesa

Me encontraba en la habitación ordenando el equipaje, colocando la ropa, el cepillo de dientes, y el resto de utensilios que necesitaría para saltar a los raíles del miedo y de la incertidumbre. Cuando me dirigía a la estación, mis pasos tartamudeaban por el asfalto, arrastrándose entre los recuerdos que queman la memoria, porque se crearon en el infierno. En el averno de pestañas impías que vendieron corazones con fecha de caducidad a las cuarenta y ocho horas. Y me llevé también un llavero de promesas tejidas con estrellas de charol, y cemento de inocencia que se corrompió al jugar con los adultos. A la diversión prohibida de los mayores, pero quise competir, probar a que sabe el terreno privado de los grandes, de aquellos que huyen de los cuentos de hadas y viven con el País de Nunca Jamás agonizando entre sus dedos. Son, al fin y al cabo, regalos que llevaré siempre en los bolsillos sin la postal “Felicidad”.
Mis ojos estaban ahogados en lágrimas, sumergidos en la angustia, escuchando aún el eco de las palabras de despedida y me subí al tren camino a la ciudad donde los paraguas aceleran la tristeza, allí donde las calles están sedientas de suelas gastadas de baile. Al lugar donde el mar es prisionero de los cráteres lunares porque ellos imponen su norma, y porque ellos deciden cuando tiene que desplegar su carácter para matar su gula y comer arena. Iba a dirigir mis pasos donde las arterias de la ciudad no tienen nombre, donde los gritos de los niños se deslizan en las colas de las vacas y las caras desgastan sus saludos porque son alguien, porque se conocen, pero yo iba consciente, que allí iba y quería ser nadie. Sin saludos que replicar. Simplemente anónima. Yo. Así que vine a Asturias por motivos de trabajo para rellenar el Currículum con la estampa de un gran magnate, y aunque el sueldo no era muy alentador, la ambición y las ganas de sudar ideas aplastaban cualquier ápice de desidia o desilusión, o por lo menos estás fueron las explicaciones, las excusas y pretextos que dije a mi familia, pero la realidad era otra y la verdad triste y arrugada: abandoné mi ciudad natal porque estaba hueca. Sólo era piel, huesos, un nombre y silencios.
Septiembre del 2003. Primer día de clase, y último curso de la carrera. Saludo a mi grupo de bar, de cartas, de confidencias, de estudio y trabajo. Les pregunto sobre sus aventuras veraniegas, y si hay alguna novedad en sus vidas, pero el único cambio que tienen es el color cetrino de su piel, huella de un bronceado obtenido en largas horas tumbadas en la arena, rodeadas de olores con aceites y demás untos. Después prosiguieron las presentaciones protocolarias de bienvenida por parte de la universidad y de cada uno de los profesores que nos machacaría con la verborrea de sus conocimientos. Y así fueron pasando los días, y las semanas, como cada año, pero sabiendo que era el último y que las parodias crueles y molestas que hacíamos con el resto de los compañeros tendríamos que colgarles el cartel de “THE END”. Llegó un día que tuvimos que decidir el tema sobre nuestro proyecto final de carrera, y ese día me separaron de mi grupo, de Isabel, de Sara, de Marta y de Sonia, y durante esas horas semanales a la investigación todas andábamos disueltas, navegando en el aula con rostros que nos habían acompañado durante el inicio de la carrera pero que eran desconocidos, y que eran anónimos. Me robaron la bitácora de bar, de cartas, de confidencias, de estudio y de trabajo.
Fue así como llegué a esa clase, amputada de mis caras familiares, pero quiso el destino que la orfandad de lo nuevo y lo extraño durará poco. Sin saber por qué el desierto de miradas conocidas me arrastró hacia la misma paralela de otros ojos. Al ángulo de los desamparados. Empezamos hablar, con titubeos, y cediendo las sonrisas de cortesía que corresponde cuando quieres simpatizar con los forasteros de una estación, o de un bar envenenado de cigarrillos baratos, con el sencillo y único deseo de que cobijen tus palabras, y acunen la crónica de tus hazañas perdidas. Tuvimos que interrumpir nuestra conversación después de la advertencia por parte de la profesora en expulsarnos del aula si continuaban esos murmullos. Optamos por morder nuestras palabras, sedienta de excavar más en esos ojos almendra que se habían cruzado en mi camino. Por ese motivo, por la voracidad de mis ganas, la invité a un café. Durante dos horas estuve escuchando las vicisitudes de su vida, algún que otro escombro pegado en su la memoria, y toda toda su biografía, que siempre estuvo escoltada por su sonrisa lánguida, como si se fuera a caer de su rostro.
- Quiéreme con mis virtudes y mis defectos- esas fueron mis últimas palabras cuando me despedí la primera vez-. Al día siguiente, en clase no nos dirigimos la palabra.
En los meses siguientes esa formalidad se enquistó en nuestra cotidianidad. El martes, en clase de monografía, cuando dejábamos de ser subordinadas de nuestro grupo de trabajo, exentas de la servidumbre de sus cotilleos, transgredíamos el rictus de silencio para aplastarlo con esas murmuraciones que rellenaban cajas vacías con confidencias, con guiños, y con palabras oscuras, ataviadas de misterio, que pertenecían a otro idioma. A otro mundo. Nunca he sabido los motivos que mantenían lacradas nuestras bocas, por qué incluso un saludo era evitado, o un tropiezo casual en el pasillo era suprimido. Éramos amigas. Sólo amigas, porque ella tenía novio, y el verbo apolillado de mi boca estaba reseco de caricias con aguardiente que vendían los caballeros duros. A mi esos besos me olían a fracaso, y se que fueron besos despistados, que son desperdicios de un pasado equivocado porque cuando aún creía en brujas, y desconocía la mancha del pecado, mi lengua quería y buscaba mujeres y mis ojos saltaban hacía su sexo, pero callé y lesioné mi lengua al morder mi verdad, y venderla al silencio de la muchedumbre. Quizás esa afonía que desfilaba cuando nos sentíamos asediadas de gente conocida era por qué ambas conocíamos lo que residía en los posos de los cafés velados, y por qué entre las promesas de aprender bailes de salón, vivía otra realidad que trepaba en nuestras gargantas, porque quizás, teníamos miedo de que pudieran oler nuestra diferencia, e íbamos condenando nuestro cuerpo a vivir en una cárcel muda, porque hay cosas que son prohibidas, que son pecados, y esa era una de ellas.
Un día cansada del guión de contraseñas, mientras desmenuzaba el papel del azucarillo, le conté el secreto que enturbiaba mis pasos desde la infancia:
- Yo, soy lesbiana- Ella se quedó atónita y me correspondió con una sonrisa. Se que ese dato le despertó aún más la curiosidad por mí, tal y como había previsto, porque el deseo no entiende de disfraces, ni máscaras de cartón, porque sabía donde se escondía el blanco de la diana. Llevaba demasiado tiempo descifrando el jeroglífico de su mirada, y me creía en posesión de la solución. Después llegó la Navidad con sus clases vacías, y los días desnutridos por la ausencia de unos ojos almendra. Esas vacaciones las pasaría en la nieve, con alborotos de sonrisas, y reuniones familiares presididas por el tío que cuenta chistes sin gracia. Cuando regresamos a la monotonía de las clases, ella me tenía reservada una sorpresa. Había roto con el novio. Le pregunté los motivos, el por qué de esa repentina decisión, pero su respuesta estaba demasiado enroscada en una neblina oscura. No quise profundizar más. No quise avasallarla a preguntas, porque sus contestaciones tan sólo eran angustia, y porque sé que aún tenía que masticar el dolor de una perdida y madurar el descubrimiento de un nuevo mundo desprovisto de regiones, montes, y ríos que conquistar. Después, nuestras conversaciones confluyeron como si nada ocurriera, manteniendo la distancia de nuestros cuerpos, evitando todo roce, para quizás evitar así esas tentaciones tan prohibidas y tan corrompidas tal y como susurraban las piedras de los monasterios fríos y grises porque en la infancia te hacen beber del agua sagrada, y recitar versículos rellenos atestados de edulcoradas clemencias y caridades angostas, y de eso es difícil desprenderte, porque somos un puzzle aunque haya piezas que cueste encajarlas. A día de hoy, son sólo el recuerdo de un guijarro molesto e incómodo que rozó mis pies, contaminándolos.
Mientras tejíamos diálogos que segregaban la lujuria que contenían nuestras venas, el tiempo iba disolviéndose en nuestras pupilas, porque esquivábamos la osadía, porque la timidez comía nuestras entrañas… sólo palabras, y cuando la primavera bautizo el mundo con acuarelas verdes y flores de cristal, el verbo actuó.
Pasamos la tarde en la playa, disfrutando las caricias de un sol alegre. Ignoramos el tiempo y nos invadió el manto de las estrellas. Ella, había perdido el autobús, y no tenía posibilidad de retornar a su casa. Le propuse que se quedará a dormir conmigo. Como respuesta obtuve una sonrisa comprimida, y socarrona. Un mohín saturado con secretos de almohada, y alcobas de cuerpos desnudos. Y allí estábamos las dos, solas, acompañadas por el ruido de nuestra respiración rellena de la angustia de la incertidumbre. Las caricias eran nuestro único diálogo, y la llave para entrar a la ciudad proscrita. Ella se acercó a mí lentamente, y aunque mi boca tropezó con la vergüenza, y con el escalofrío del miedo, abrí mis labios para que entrara su lengua, para que dominara la caverna oscura, porque ambas queríamos morder el deseo, porque queríamos saborear nuestras salivas y despedirnos de los besos de mejilla. Y queríamos versos de lenguas impúdicas con pómulos sonrosadas por la pasión, y dejar a un lado las noches sin conjunciones copulativas, y fue entonces cuando creamos aquel beso eterno, con enredaderas de abrazos paralelos.
Días más tarde renuncié a los lunares de su espalda. Mi ternura estaba anémica, extenuada por ese capítulo que tenía que mantener encerrado con un candado, por eso la dije que aquella noche no fue nada, convirtiendo el ciclón de mis sentimientos en larvas sin destino. Cree pasos que corearon la canción de la cobardía. Todo mi interior mancillado por la culpa, porque “eso no se hace”, y mi cuerpo moría desde dentro. Era epidemia gris. Un naufrago sin sueños. Y yo, que le había gritado en sus tímpanos obscenidades de señoras fusionadas, yo, que le había descubierto la senda prohibida, no tenía valor para continuar. Fue entonces como la noche de nuestro primer beso, se convirtió en líquido negro, haciendo temblar los pilares de mi conciencia. Nueve meses más tarde ella tenía novia, y justamente fue ese hecho, el recibir esa noticia lo que me hizo reaccionar. El interruptor de lucha se encendió, y me arrojé desesperadamente a una boca que maquillaba el amor con metáforas lunares, me lancé a unas caricias que marchitaban la alegría, a una carrera de tres donde el rótulo de perdedor estaba adjudicado a mi nombre. Cuando absorbió mi almizcle, cuando poseyó el néctar tan deseado de antaño, empezó a asustar a las promesas, a oxidar las palabras, a envilecer los verbos. Cuando tuvo mi cuerpo, cuarenta y ocho horas más tarde asesinó mi esencia, porque Lucia, la otra, le daba estabilidad y calma. Y fue entonces cuando apagué los fluorescentes de sus “te quiero”, pero no abandoné, no tuve fuerzas para deshollinar mi boca de su lengua, porque ahora me tocaba a mí jugar a tres bandas. Y continué con ella, con sus desperdicios, con sus ósculos inmorales que me causaban arcadas, pero jugando, dándole lo que pedía, ofreciéndole poemas de amor barato, y cuentos de primavera. Me dediqué a comprar sexo con palabras de subasta, y alguna que otra lección de tango. Ella, sin saberlo, fue participe de un amor mentiroso, de piropos que sólo eran eco, y además quiso el destino ofrecerme mi terceto en silencio, mientras mis manos mentían al tocarla y al acariciarla. Por eso, cuando me decía que le silbará “Te amo”, no podía. Era capaz de ofrecerle delirios de sonrisas, pero mancillar el nombre del amor me resultaba imposible, porque fue la otra, la extraña, quien me mostró que con ella había confundido el amor con el orgullo. Sí, lo reconozco. Mi vanidad fue aguijoneada cuando supe que tenía novia, y quise conservar el altar donde guardaba mi imagen, pero fue en otros ojos, cuando olvide los suyos.
El bochorno, y la fertilidad de las horas agrietadas de rutina, me llevaron a encender el ordenador, meterme en un chat y enzarzarme en conversaciones banales, donde la tropelía de los hablantes imperaba. Últimamente, se había convertido en un artificio para estafar al tiempo, y mutilar la pereza. Siempre saludaba a mis interfectos con un “toc, toc?”. Ese era mi disparo.
- Sonia, corre que empieza la final!- gritó mi hermano.
Interrumpí mi andada virtual. Ya proseguiría después, pensé. Nunca fui una gran amante del deporte, pero siempre admiré al séquito, y su filosofía de perseverancia y el tratamiento estoico al que sometían su cuerpo. En más de una ocasión he intentado someterme a tal doctrina, pero siempre con final póstumo. Ahora yo estaba allí, en compañía de mi hermano, admirando la templanza de los más rápidos del mundo, de los vertiginosos caminantes del aire. Menos de 10 segundos bastaron para disipar las dudas de la medalla de oro: Gatlin, contra todo pronóstico, fue el vencedor. Cuando volví, aún estaba”Lía”, una chica con ingenio, que utilizaba las palabras con dinamismo, y que además las arropaba con un gabán azul. La conversación finalizó con el intercambio de nuestros respectivos correos electrónicos. Dos días más tarde, recibí un correo de “Lía”, con una frase lacónica: “Sólo quería decirte que te he extrañado. Un besote”. Me sorprendió gratamente recibir noticias de aquella desconocida, pues pensé, que a pesar de haberle dado el correo, se reduciría a un agradable puzzle de palabras de una tarde estival. Mis andanzas fueron rápidamente enviadas a esa desconocida, que le había despertado cierta curiosidad. Y así se fueron sucediendo los días, con mensajes de hadas, de dragones sin fuego, y estrellas de nieve. Y entonces, cuando el destino nos lo permitía, cuando coincidíamos en nuestro mundo, el tiempo se detenía, reduciéndose todo a dos: “Lía” y yo. Éramos nosotras. Nuestras palabras. Sonrisas calladas. Manos ciegas, y emociones purpúreas. Y todo, todo se repetía cada vez que nos tropezábamos en la red. Y siempre dibujaba sonrisas cada vez que la bandeja de entrada me ofrecía confidencias de la eterna desconocida, y también castillos de cartón y cuentos de pastillas lunares.
Sabía que tenía pareja, que llevaba 6 años con ella, pero un día me lancé a la aventura porque yo quería vivir, porque toda mi vida era una autopista a la felicidad artificial. Todos mis pasos estaban confeccionados, pero quise garabatear en los mundos de la pasión y sentir las esquinas del dolor. De pequeño se sueña en ser médico, en conquistar la luna, o ser estrella de rock. Yo, por un momento, quise ser protagonista de una novela donde los corazones se estafan, y visitar paraísos perdidos, por eso después de haber descargado múltiples balazos a citas sin sangre, después de muchos intentos quebrados, decidí morder al destino.
Cogí el tren desde mi pueblo a las diez y cuarto. Una hora más tarde estaría en la ciudad condal. “El bosc de les fades” era el lugar escogido para el encuentro.
“Lía” entró, de manera inquieta, rebuscando por las mesas la señal que la indicará quien era yo, mientras la miraba en la penumbra, con deleite, y esperando a ser reconocida, observando en esa tacaña lejanía su sonrisa de luciérnagas. El libro fue el detonante. La señal que nos unió. Por fin podíamos vernos. Ver nuestras caras, y respirar el olor que desprendía la piel: el aroma del deseo salpicado de timidez, pero no podíamos ignorar la X de una ecuación que aún faltaba por resolver, porque “Lía” ya formaba un número par, porque ella ya tenía su media naranja, aunque llevará demasiado tiempo podrida, tal y como decía. Cuando su pareja terminó de trabajar, fuimos a comer las tres juntas, sabiendo que podía hacer temblar los cimientos de la ciencia, porque a veces, uno más uno, no da dos. Después de haber atado millones de palabras, y desgastar nuestros zapatos en acróbatas de canicas de la Rambla, me percate que ya no había tren, que las horas de habían deslizado en el tiempo de manera presurosa. “Lía”, se ofreció para llevarme en coche, proposición que rehúse al principio, pero sin más alternativas en la baraja, acepté el AS que me arrojó. Subimos las tres en el coche, con dirección a Cambrils, a mi pueblo.
En los días siguientes continuamos creando postales crepusculares en los pentagramas del ordenador, e íbamos imaginando un futuro privado, un andén imposible donde apearse, porque ya había un trotamundos con 6 billetes. Para mi era tan sólo un juego. La bola blanca del billar que entra cuando no debe. Quizás, otra partida malgastada, mas mi sorpresa fue cuando me llamó para decidirme que aplastaba los gemidos, y los sollozos de su compañera de viaje. Me dijo que se despedía de su incesante lamento, que no aguantaba más los alfileres que escupían sus ojos. Su media naranja estaba podrida, y la decía adiós para encontrarse en la esquina con mi corazón de aprendiz. Y me dio la bienvenida en un hostal, en un pueblo mágico con lava marina. Y pasamos una semana juntas. Recuerdo que el primer día ella me cogió de la mano, que tan sólo había palabras entrecortadas, vacilaciones de pensamientos, y risas torpes que manifestaban nuestro nerviosismo. Quizás una primera noche cualquiera, otra oscuridad a sumar en el calendario, pensamos, pero, ambas, callábamos, masticando pensamientos anhelados durante meses, días, horas, minutos, segundos… Y llegó el silencio, y su aliento, su respiración se convirtió en la única música. “Lía”, miró mis ojos azabaches, pétreos, y protegió mi frente con un púdico y vergonzoso beso. Yo tan sólo despedía deseo, apetito de concupiscencias desabridas, y fieras. Ese ósculo fue el inicio de mi fuego, de mi goce, y de mi delirio. “Lía”, y yo, sentadas juntas, encogidas del sonrojo. “Lía”, acariciando mi brazo buscándome la calma. “Lía” y sus dedos acariciando mi rostro. Aproximando nuestras caras para vencer la indecisión, acercando nuestras bocas, y sintiendo nuestros labios, y como ambas sentíamos la humedad de las lenguas, unidas en nuestra boca. “Lía” y su boca líquida, y sus besos de agua, llena del néctar prohibido. “Lía” y yo, y nuestras ganas de más… Sentí como me desabrochaba la camisa, y como sus manos recorrían mi cuerpo, como su dermis me quemaba con el roce de cuerpo, y de su carne. Sentía como sus manos caminaban por su piel, dibujando países de estrellas y planetas sin horizontes, temblorosa, estremeciéndome del mundo ignoto, vibrante de querer descubrir guaridas secretas, de ser una arqueóloga de vías romanas, y entonces “Lía” me quito el sujetador lentamente, sin desviar sus ojos, y me encontraba desnuda, con los pechos al descubierto, y mientras “Lía”, agarrando mi imagen en su retina, reteniendo la voluptuosidad de mi esencia. Y ahora su lengua que lamía mi cuerpo, que acariciaba con deseo cada centímetro, cada contorno, mientras gravitaba en laberintos de nervios, y glotonería de impudicias. Y me desnudaba con titubeos, con inocencia, con timidez y reserva, descifrando el enigma de mi cuerpo, tocando con cadencia, todas sus teclas, mirando la obra de la naturaleza, y escuchando el adagio de mis alaridos. Y ahora “Lía” y sus manos, y la cintura que exige más, y el botón que denuncia más... y “Lía” que destapa mi sexo… y las dos desnudas. Despojadas. Libres. Sin grilletes. Y dos cuerpos. Y dos sexos que chocan. Dos mujeres que se abrazan bajo las sábanas, y los dedos que vuelven a querer ser protagonistas, bajando por el ombligo, anhelando llegar al final de la ballesta que promueve el ombligo, acariciando la privacidad más arcana, y fue entonces cuando la sentí dentro, como sus dedos habían penetrado en mi secreto, y cerraba los ojos para sentirla con más fuerza, para escuchar los latidos de su corazón… Y ahora yo demandaba; solicitaba ser la exploradora. Y mis dedos la acariciaban. Se colaban por su inmensidad sintiendo la humedad, sintiendo como su sexo se llenaba de lunas. Y ahora yo y mi lengua, y el sexo de “Lía”, que lo lamía, que lo chupaba, que lo absorbía, que jugaba con sus ondas, y los meandros de todo el río que brotaba de su interior. Y “Lía”vibró. Todo su cuerpo tembló y berreó la canción del deseo, y fue entonces, cuando paré. Y ambas nos abrazamos, protegiéndonos de brujas, y hechiceras ponchas, rodeando nuestros cuerpos, ciñéndonos al mundo de estrellas que habíamos visitado, donde las adivinanzas y los secretos de niños tienen dos rombos. Y “Lía”, después salto al púlpito de la carretera, camino a la estación esperanza, con los ojos anegados en lágrimas, y con la cicatriz de mi cuerpo. Pero la felicidad es tacaña. Cuarenta y ocho horas más tarde recibí una llamada que asesinaba mi inocencia. No quería saber nada de mí, y otra vez me convertía en harapo negro, lleno de soledad. Y me sentía sucia, podrida por dentro, y me devoraba que esa escena se volviera a repetir, porque no quería escuchar que los cuerpos desnudos caducan a las 48 horas.
Hoy tan sólo me queda el tatuaje que me pintaron sus yemas con la palabra “Sort” , un corazón moribundo, y un abrazo muerto. Descubrí entonces que la vida duele.
Este año, como propósito de año nuevo me dije que quería ser PUTA, en mayúsculas.

Relato para concurso del 28 de junio "Xega-Xente Gai Astur".

6 comentarios

burma -

suerte, lo merece

roouus -

hola
me he pasado por tu blog pero no me lo voy a poder leer ahora...estoy en el curro y creo que tu blog merece un poco más de mi tiempo.

te mando un saludo y te doy las gracias por pasearte por mi blog.
gracias.
la manzana

Stand by -

y espero, haciendo honor a mi nombre.... y releo mientras tanto...

Nakazanius -

Cuando terminé de leerlo me quedó la sensación de que este texto cerraba el círculo abierto por muchos otros de esta página. Así que no necesitarás demasiada ayuda para ganar ese concurso. Suerte en todo caso :)

BabyMoon -

Joder O_O siento ser tan poco poetica pero es lo que me sale despues de leerlo todo. Por cierto, he leido algunas cosillas y espero que sea lo que escribes una parte de ti y que luego haya otra mas 'animadita'... lo bueno es mezclar :P
take care!

Stand by -

La historia es.... preciosa, incluido el lado oscuro, claro...
Pero, con tu permiso, me quedo con la última frase, que es la que quiero escoger para quitarme el sombrero...